Levantó la
persiana. El día había amanecido gris. Alzó los ojos y miró los nubarrones que
surcaban el cielo empujado por el aire, mientras las hojas enrojecidas por el
orín caían con cadencia, como si aún no se hubiesen desperezado del sueño
estival.
La meteorología,
siempre inconstante, decidió aquella tarde aparecer con el mismo ropaje
llevándole el recuerdo que con tanto empeño deseaba borrar de su mente.
Cuando las
primeras gotas se deslizaron por el cristal, supuso que eran las lágrimas que
derramaba el verano por abandonar su reinado y el primer trueno, el grito de
protesta.
No protestó ni
lloró ese, ya lejano atardecer, cuando la mujer envuelta en un abrigo gris
conjuntada con la climatología llamó al timbre.
Nunca había
hablado con ella. Sin embargo, tenía una opinión preconcebida, que no era
precisamente agradable.
En esos días la
consideró una zorra. Una maldita puta cuyas artes no podían engañarla del mismo
modo que lo había hecho con el imbécil de su marido. ¡El muy cabrón! Como todos
los hombres tenían el cerebro entre las piernas. ¡Ni tan siquiera se había dado
cuenta que su próximo abandono significaba su liberación!
En Julián ya no
quedaba nada de ese muchacho del que se había enamorado. El frío invierno había
cubierto los senderos soñados bajo un glaciar que ni siquiera el sol más
tórrido lograba fundir.
El guión de su
matrimonio, concebido por el mejor de los dramaturgos, quedó destrozado por
culpa de los actores, y el telón estaba a punto de caer, y nadie aplaudiría. Se
quedaría sola ante el anfiteatro que se reiría de su actuación. Sería una
actriz sin papel, sin director.
Con la muerte de papá descubrí la
existencia de tía Claudia. Mis padres nunca me hablaron de ella.
Papá digamos que no fue un hombre que
podría considerarse ejemplar. Adoraba el vino y la butaca gastada que presidía
la destartalada sala, lugar en el cuál permanecía cuando estaba sin trabajo,
que era la mayor parte del tiempo. Tal vez por esa razón mamá acabó harta y se
largó sin importarle lo que dejaba atrás, aunque eso incluyera el abandono de su hijo.
En cuanto a mi tía ignoro el motivo de su
desinterés por la familia. Aunque, lo que quedaba claro era que ella nunca
permaneció del todo ajena a nuestras vidas. Su presencia así lo confirmaba.
En un principio su llegada me causó cierto
alivio. Cualquier familiar evitaría que fuese a parar a un centro de menores.
Estaba seguro que me consumiría encerrado cumpliendo normas, castigos y
vejaciones de unos funcionarios fríos y distantes con críos por los cuáles no
sentían el menor afecto. Yo era un espíritu libre.
Sin embargo, el aspecto de tía Claudia,
severo e intransigente que mostró ante mis amigos me hicieron temer que las
cosas no iban a ser mucho mejores.
Por un instante pensé en largarme, alejarme
de esa mujer con aspecto de institutriz inglesa, pero ¿adónde? Papá no dejó ni
un céntimo y francamente, la expectativa de vivir en la calle junto a los
desgraciados que llenaban el “Callejón podrido”, no me pareció la mejor
solución. Así que, tras el sepelio (del todo patético por el escaso número de
asistentes) aguardé con ansia su decisión.
El cuerpo de tía Claudia, delgado y seco
enfundado en un vestido negro muy parecido al de una amantis religiosa, se
desplomó en la butaca de papá esbozando una mueca de desagrado ante la mugre
que la cubría.
—Albert, es duro perder a un ser querido y
sé que en estos momentos la tristeza te invade, pero te aseguro que lo superarás —dijo.
Lo que voy a confesar es muy probable que
escandalice a más de uno, pero su pérdida no me afectó demasiado. Hacía un par
años que entre papá y yo no existía el menor afecto cuando comprendí que su
adición a la bebida no fue producida por el abandono de mamá, si no por su
debilidad. La lástima que sentí hacia él dio paso al desprecio y nuestra
relación se limitó a la de dos extraños que compartían piso.
—Te hablaré claro. Aunque no esté bien
hacerlo en estas circunstancias, sin embargo es la verdad. Luís estaba lleno de
defectos. Era débil y cobarde. Por eso se destrozó la vida. Le advertí que no
debía casarse con tu madre y mucho menos mudarse a Londres cuando naciste. Le
dije que esa mujer acabaría por abandonarlo, y así fue. Ella nunca se adaptó a
las obligaciones familiares. Es lógico. Los ingleses son raros, no sienten
apego por los suyos. ¡En fin! Todo eso pertenece al pasado. Ahora debo cuidar
de ti. No creas que me complace, todo lo contrario. Estoy acostumbrada a vivir
sola y tu compañía en la casa será un estorbo. De todos modos no podemos
olvidar que somos familia y debemos ayudarnos. ¿No es así?
Asentí sin demostrar demasiado entusiasmo.
Sin embargo, las palabras que siguieron a
esa amenaza me hundieron en el peor de los infiernos.
—Hoy mismo partiremos. He dejado resueltos
todos los asuntos. En unos días el transportista traerá las cosas que no he
desechado. No tardarás en hacer el equipaje. Total —añadió dando una ojeada al
armario—aquí no hay nada que merezca la pena llevarse al pueblo. Ya te compraré
un nuevo ropero.
¿De qué demonios hablaba? ¿Acaso creía que
un chico de ciudad iba a largarse al campo? Yo estaba acostumbrado a deambular
por el muelle, a codearme con marinos y cargadores en tascas que olían a aceite
refrito y a sardinas, a perderme en calles estrechas que rezumaban humedad
llenas de gente variopinta y de mal vivir. ¡Ni hablar!
Tía Claudia esbozó una sonrisa
conciliadora.
—No pongas esa cara. Allí estarás mucho
mejor. Este barrio es una cloaca. La mayoría de los que viven aquí son
delincuentes y mujeres que... ¡En fin! Ya sabes. Y no quiero que acabes en la
cárcel. Así que, recoge tus cosas. El autocar sale dentro de una hora.
Las materias incandescentes estallaron en
mi interior con la amenaza de una erupción inminente. Quise gritar que aquella
solución me parecía una mierda, decirle que me gustaba el barrio y la gente que
lo poblaba; que sin el bar de Toño y el billar moriría de aburrimiento. Que
prefería la compañía de mis disolutos amigos a la de unos palurdos, por muy
decentes que fuesen.
El estallido fue una falsa alarma. Con la
docilidad del perro que ha sido abandonado obedecí cada orden. Escuché cada
palabra mientras vaciaba el armario.
—¿No te llevas la fotografía? —me preguntó.
La imagen de mis padres rodeada por un
marco dorado, que evidentemente desentonaba entre aquellas paredes decoloradas
por la humedad, ofrecía el aspecto de la felicidad. Una dicha que con el tiempo
llenó de oxido los barrotes de la celda que compartieron. No deseaba llevármela
a mi exilio, su constante presencia me traería recuerdos de una vida, nada
fantástica, pero que sin embargo estaba seguro que añoraría. De todos modos,
dejé caer la fotografía sobre la ropa junto al transistor.
Al cruzar la puerta, seguramente por última
vez, miré lo que hasta entonces fue mi hogar.
Para ser sincero, aquello se parecía más a
una cuadra que a una casa; y eso que tía Claudia la adecentó un poco limpiando
cada rincón. Tarea que consideré del todo inútil puesto que nada podía
mejorarla. Las grietas surcaban las paredes y el techo. Su avance imparable
acabaría por derribar el edificio. Yo no estaría allí, sin embargo, el
terremoto que provocó mi tía me hundió bajo los escombros de la impotencia
impidiendo que pudiera respirar, arrancándome tras cerrar la puerta, la
libertad que hasta entonces gocé.
Caminando tras la araña que me atrapó
en el hilo opresor las calles musitaron
palabras de protesta, las farolas enrojecieron los rostros y los letreros de
neón escribieron su despedida triste, mientras la persiana de hierro bostezaba
al despertar, dispuesta a devorar a hombres solitarios en busca de sexo entre
luces rojas. Les grité que no temieran por mí. Volvería.
El autocar avanzó imparable hacia el cruel
destino. Era una mosca que viajaba sin haberlo planeado, prisionera de unos
muros de cristal, mientras la serpiente de asfalto intentaba capturarme. Pero
su veneno no me hizo vomitar. Estaba dispuesto a mantenerme firme, inflexible
ante cualquier adversidad.
No pude evitar que mis ojos se humedecieran
ante el escenario que el teatro de la vida me había adjudicado. Apenas una
decena de bombillas parpadeaban entre las calles cubiertas de oscuridad. El
pueblo era minúsculo. Y ni un alma transitando. El único sonido que pude
percibir fueron los ladridos de un perro cabreado. Me encontraba sobre una
mierda perdida en medio de la nada y lo peor de todo era que, su pestilencia
tendría que acompañarme durante unos años.
La casa de tía Claudia estaba situada en la
plaza del pueblo, el lugar perfecto para una mujer, que imaginé la peor de las
cotillas. Frente al edificio de tres plantas, que podríamos considerar
distinguido, se encontraba el bar. En la terraza cubierta por una enorme buganvilla
unos cuantos viejos nos miraron con ojos curiosos, que se preguntaban quién sería
ese muchacho de aspecto sajón que seguía a doña Claudia, mientras saboreaban
los pitillos que colgaban de sus labios resecos, apartando las moscas que se
empeñaban en fastidiarles la hora del café.
La visión de los cigarrillos me hizo
recordar que dejé olvidado el paquete en casa. Estuve tentado de decirle a mi
tía que iba a por uno al bar. Me abstuve. No me apetecía oír un sermón sobre
los males que ocasionaba ese vicio. Sabía que fumar no era bueno, pero de algo
había que morirse, ¿no? Opino que sería una putada palmarla sano.
Saben cuál creo que es el verdadero cáncer:
la sociedad. El estrés, el temor al paro, el consumo. Todo junto a la
contaminación han desatado la ira de nuestras células. Además, fumar es y será
siempre un ritual, un acto social. Mediante la petición de lumbre o de un
cigarrillo puede surgir una gran amistad o el amor.
Les diré que hay gente supersana que está
podrida. Como lo oyen. Conozco a unos cuantos. No fuman, no beben y se matan en
el gimnasio. Me troncho cuando veo a esos musculitos sudando como cerdos para
poseer un gran cuerpo, que acaba cayendo ante el primer ataque de gripe.
Aunque, pensándolo bien, los peores son los
ecologistas. Si te descubren con un cigarrillo te tachan de criminal. Pero
nunca me he dejado engañar. Cuando alguno de ellos intenta meterme el rollo le
pregunto si tiene coche. Al principio el tipo me mira con cara de alucinado,
hasta que comprende y se larga con el rabo entre las piernas. Mi cigarrillo
contamina menos que una Vespino.
Tía Claudia abrió la puerta y entramos en
casa. El recibidor era enorme. Apenas había muebles. Un Cristo agonizante que
colgaba de la pared daba la bienvenida al visitante y debajo de él, encarada
hacia la puerta, una mecedora. Supuse que sería la poltrona desde donde mi tía
observaba cada movimiento que se producía en la plaza.
Tras ascender por la escalera llegamos al
comedor, el cuál me pareció alucinante. Vírgenes y santos acaparaban la
superficie del aparador. Su reflejo en el espejo les daba el aspecto de un
ejército dispuesto a entrar en combate ante el primer pecador que osara
profanar ese santuario ficticio. Sin duda, había caído en la casa de una
fanática religiosa. Por supuesto, sobre el mueble se exhibía una cena enorme
con un Jesucristo, que por la serenidad que mostraba su rostro, aún ignoraba la
traición inminente.
Junto al comedor se encontraba una pequeña
sala con una enorme chimenea, que por el metal reluciente deduje que no se
usaba jamás, a diferencia de las dos butacas cuya tapicería estaba bastante
ajada. En cuanto a diversiones no hallé. No vi ningún televisor.
En el segundo piso estaba mi habitación,
frente a la suya. No me sorprendí al ver el crucifico clavado sobre la cama, ni
la sobriedad de los muebles. Un armario, una mesita de noche y una silla de mimbre.
—Como ves, esto no se parece en nada a lo
que has dejado atrás —dijo tía Claudia hinchándose de orgullo como si fuese una
gallina clueca, al mismo tiempo que abría el balcón.
Era evidente. La atmósfera que se respiraba
en el cuarto, a pesar de su amplitud, era opresiva. No había ni un sólo detalle
que denotara un poco de optimismo.
Tras guardar la escasa ropa en el armario y
tomar la frugal cena quedé libre por fin de tía Claudia. Me asomé al balcón.
Unos cuantos críos corrían de un lado a otro enfrascados en un juego estúpido,
pero que a ellos les parecía genial. En el bar, los mismos viejos que vi al
llegar, los escudriñaban a falta de un espectáculo mejor.
Recordé una plaza bien distinta donde mis
amigos estarían bajo las farolas saboreando una botella de ginebra, mientras
Tania, la puta más famosa y deseada del barrio paseaba el palmito ante ellos, riéndose al ver reflejado
en los ojos adolescentes el deseo no cumplido. Un anhelo que ya no podría
realizar. Todo por culpa de papá por no haber evitado su muerte. Si no hubiese
estado borracho ese coche jamás lo habría destrozado bajo sus ruedas y yo
estaría divirtiéndome con mis colegas, intentando una vez más, colarme en el
cabaret o jugando una partida de dominó con un cigarrillo entre los labios. En cambio
ahora, me encontraba a merced de una desconocida que probablemente convertiría
mi vida en un tormento.
Ante la expectativa de lo que me aguardaba
decidí crear mi propio mundo. Un lugar cercado en el cuál no podría entrar
ningún paleto. Si mi tía creía que iba a hacer amigos en esa mierda de lugar se
equivocaba. No tenía ningún vínculo con el mundo campestre, ni jamás lo
adquiriría. Adoraba el asfalto, la contaminación, los atascos y la inmoralidad
que provocaba una gran ciudad. Estaba seguro de que allí todos eran unos
reprimidos que se angustiaban ante la amenaza del castigo infernal por
infringir las reglas, unas reglas caducas y tiránicas inventadas por sacerdotes
insatisfechos.
A pesar de ello, pensé que no sería difícil
seguirles el juego. Lo cierto era que en ese pueblo perdido no existían muchas
posibilidades de caer en tentaciones mortales. El único problema surgiría si
esa bruja me obligaba a ir a la iglesia,
lo cuál era muy probable, puesto que con sus santos y cristos me demostró que
era una beata. Yo odiaba a los curas. Esos tiranos transformaron mi época
escolar en un tormento y estaba clarísimo que no consentiría que ahora, una vez
libre de ellos, volvieran a amargarme la existencia.
Con el ánimo por los suelos, intenté tragar
el bocadillo de jamón dulce sin apenas sustancia y una vez cenado, subí a la
habitación.
El reloj, deduje del ayuntamiento, anunció
con sus campanadas monótonas que ya eran las doce, al mismo tiempo que las
risas y gritos infantiles callaban, dando paso al estrépito de sillas y mesas
al ser retiradas de la terraza del bar, mientras los viejos, apoyados en retorcidos
bastones se encaminaban hacia sus casas.
Cerré el balcón y me tiré sobre la cama. La
vida nocturna y disipada del pueblo llegó a su fin, junto con la mía.
Alcé los ojos y miré al Cristo. Le juré que
no me vencería, a pesar de la putada que me había hecho.
CAPÍTULO 2
Tía Claudia estaba encantada al ver que di
por terminado mi descanso con la salida del sol. Suponía que un tipo como yo
acostumbrado a ver a mi padre a todas horas apoltronado en el sofá seguiría su
mismo ejemplo y que me levantaría bien entrada la mañana.
No se equivocaba. Era lo que hacia desde
hacia tres meses, no por emularlo, si no porque como me habían expulsado del
instituto no tenía nada interesante que hacer por las mañanas.
Lo de la expulsión fue de lo más absurdo. Hice
cosas mucho peores que insultar al padre Salvador por golpear al desgraciado de
Pérez. Supongo que eso sumado a mis antecedentes les dio la oportunidad, por
fin, de deshacerse de mí.
Debieron disfrutar de lo lindo. Esos
desgraciados tenían ganas de librarse de un golfo que para su mal siempre
sacaba sobresalientes sin apenas prestar atención a sus aburridas clases. Ya se
sabe que esas cosas mosquean mucho a los maestros.
Pero volviendo al madrugón, diré que el
motivo fue descubrir que la quietud del
lugar era aparente. Los pájaros y gallos comenzaron a cantar insistentes,
uniéndose al estrépito los balidos de las ovejas, ladridos de perros y
maullidos de gato, sonidos con los cuáles me fue imposible volver a conciliar
el sueño. El ambiente bucólico me pareció un verdadero coñazo.
Supuse que con el tiempo me habituaría y
que mis costumbres volverían a la normalidad, aunque tía Claudia se encargó,
una vez más, de modificar mis planes.
—Albert, ya no eres un niño.
Aquella declaración inusual ante un
adolescente alertó todos mis sentidos, al igual que la gacela espera el ataque
despiadado del león; puesto que únicamente esas palabras podían conllevar
problemas. No me equivoqué.
—Estoy segura que comprenderás que tengamos
que hablar del futuro. Por el momento, para que no estés ocioso irás a
trabajar. Además, tu llegada ocasiona nuevos gastos. Por ello, encontrarás
natural el contribuir a la economía familiar durante el verano, antes de que
regreses al colegio.
—Si lo que pretendes es que trabaje en el
campo, no lo haré. No soy un maldito campesino. Y con referencia a volver a esa
asquerosa escuela, ¡antes prefiero vivir como un pordiosero! —grité.
—Jovencito, en esta casa no permito este
tipo de lenguaje. Y no, no trabajarás en el campo. Sería absurdo. Ayudarás a la
señora Beatriz en su casa. En cuanto a los estudios, hablé con tu antiguo
preceptor, y tras contarle algunos detalles de tu... digamos entorno familiar
conseguí, junto a las excelentes notas que sacaste durante el curso que borrara
de tu expediente el enojoso asunto de la expulsión. Gracias a mi intervención
has conseguido una beca en un prestigioso instituto cercano aquí. El Sant Blai.
Debes saber que tan sólo admiten mentes privilegiadas. Por lo visto, la tuya es
excepcional. Eres uno de esos que se dicen superdotados.
—Pues sí. Lo soy.
Y no lo dije con orgullo. Mi enorme
inteligencia no suponía para mi ningún valor. Nací con ella y me parecía de lo
más natural. Aunque, para los demás era un don excepcional.
—Ya que eres conciente de ello, imagino que
no serás tan tonto de volver a despreciarla al igual que lo has hecho hasta
ahora. Irás al inicio del nuevo curso. Ya no merece la penas que vayas ahora.
Apenas quedan tres semanas para que termine éste.
—No tengo la menor intención de seguir
estudiando –le aseguré.
—Lo harás, jovencito. No permitiré que
alguien con tus capacidades las desperdicie. En tres años irás a la
universidad. O tal vez, puede que mucho antes si te aplicas. Por lo que, ve
pensando en qué serás en el futuro.
—Lo tengo muy claro desde hace años. Seré
escritor.
—¿Escritor? Eso no es una carrera
universitaria.
—Filología, Lengua y Literatura...
Cualquiera me servirá. Eso si, añadí, decido ir a la facultad.
Ella elevó la mano y la hizo oscilar en
señal de zanjar el asunto.
—Ahora ve a casa de Beatriz. Está a la
entrada del pueblo. No tiene pérdida. La verás sobre una colina. Te espera a
las nueve. ¡Ah! Y esta tarde deberás pasar por el barbero. No me parece decente
que un chico lleve estos pelos tan largos.
Podía pasar por lo del trabajo y lo del
instituto, pero con referencia a mis cabellos nadie podría obligarme a
rasurármelos.
—El pelo lo llevaré como me plazca —aseguré.
—Albert, hoy mismo irás a la peluquería. No
hay discusión posible sobre este tema —insistió ella.
—Para ti nada es discutible. Pero he dicho
que no y nadie me tocará mí cabeza. Es sagrada —siseé mirándola con ojos
encendidos.
—¿No ves que pareces un asqueroso revolucionario
de esos? —dijo con un mohín de aversión.
—Es que lo soy. Soy contestatario por
naturaleza. He corrido infinidad de veces delante de los grises esquivando las
balas de goma. Ya sabes, la policía. La mejor manifestación fue la del dos de
Febrero. Supongo que la viste en la tele. ¡Oh, lo olvidaba! No tienes. Y eso
que estamos ya en mil novecientos setenta y ocho.
—En esta casa somos gente decente.
—Y yo alguien que quiere que las cosas
cambien. Por suerte, ya hemos entrado en democracia. Pero aún queda mucho por
hacer. No me quedaré quieto, y menos en este pueblucho anclado en un pasado
caduco; en especial en una casa que no quieren estar informados. ¡En los
setenta y sin tele! –le repliqué con
rabia.
—No la necesito. Considero que es un aparato
del todo inútil. Tan solo ponen estupideces. La radio es mucho más fiable. Y
cada día leo la prensa y mi distracción preferida es la lectura. Y en cuánto a
tus exigencias, ve tomando nota de que hasta tú mayoría de edad te quedarás
dónde yo esté. Y espero que a partir de ahora se te quiten esas ideas de la
cabeza —deseó tía Claudia lanzando un suspiro.
A pesar del cabreo por la decisión de
aceptar el trabajo no volví a protestar. Aunque dejé bien clarito que el pelo
no me lo tocaba absolutamente nadie. Tía Claudia pareció resignarse y dejamos
la discusión.
jueves, 9 de marzo de 2023
1
No podía creer que estuviese a
punto de materializarse el principio de aquello por lo que tanto se esforzó. Y
lo más milagroso fue a los pocos días de licenciarse. Claro que, sus excelentes
credenciales la avalaron. Pocos debieron postularse con sus calificaciones.
Nerviosa llamó al timbre de la
enorme cerca. El portero abrió a los pocos segundos. Se presentó y tras enseñar las credenciales la dejó pasar.
—Soy la nueva chef.
—La esperábamos. Bienvenida,
señorita Durmaz. Al final del edificio está la cocina –le indicó le hombre.
Aylin inspiró hondo y hacia allí
se encamino. Abrió la puerta de color rojo. No era la cocina. Se trataba del
estudio de rodaje. El corazón se le detuvo al ver en acción a los actores más
famosos del momento. Y pensó en cómo se emocionaría su madre al contarle que
los vio en persona y no a través de una pantalla. Aunque, también se
decepcionaría al contarle que las escenas románticas de su pareja preferida
distaban mucho de serlo. Decenas de trabajadores se movían a su alrededor y
rompían el encanto de ese romance que a todos hacia soñar.
—¿Qué hace aquí? –le susurró un
joven.
—Busco la cocina. Soy la nueva
chef.
—Está al doblar la esquina. La
puerta azul. Salga y sin hacer ruido, por favor. Y…
—¡Corten!
El grito del director los
sobresaltó.
—¡Maldita sea, Leyla! Ya sé que
estás cansada y que te sientes poco motivada. Pero eres actriz. Y estás
considerada de las mejores. ¡Por Dios! ¿Es qué no puedes mostrar un poquito más
de emoción? ¡Repitamos! ¡A ver si podemos terminar de una puñetera vez! ¡Acción!
—La mañana no sale cómo se
esperaba. Leyla tiene uno de esos días insufribles. La verdad es que es
insoportable casi siempre. Si la gente supiera como es…¡En fin! Por favor, váyase. Nadie ajeno a la
producción puede estar aquí –le susurró el muchacho.
Aylin obedeció, pero caminó con
lentitud, observando el plató. Nada parecido a la realidad que se mostraba en
las pantallas. La hermosa mansión o paisaje no existían. Se implantaban en la
posproducción en el croma azul que se encontraba tras los actores; y estos, en
lugar de mostrar emoción en las pausas, sus rostros reflejaban apatía o
cansancio.
El regidor, desde el fondo del
estudio, le indicó con la mano que se fuese de una vez. Salió y se encaminó al
lugar indicado. Espero no errar de nuevo al abrir la puerta.
—Buenos días –dijo aliviada al
ver la cocina.
—¿Tú eres la nueva chef? –preguntó
un tipo orondo y de faz atocinada mirándola sin la menor expresión de simpatía.
No podía creer que la dirección escogiera a una chiquilla como su jefa. No
duraría ni una semana en un lugar como aquel.
—Sí. Aylin Durmaz.
—Yo soy Yussuf, de oficio
pastelero. Aunque, no puedo lucirme. En esta profesión apenas toman algo dulce.
Así se les agria el carácter a la mayoría. Me paso las horas horneando pan
integral, asados insulsos y preparando ensaladas. Claro que, ya sabrás de qué
pie calzan si te han dado el puesto. ¿No?
—Sí. Me han informado de todo.
—Ya. Aunque, por lo que aprecio,
tú no te aplicas el cuento. Tienes sobrepeso, cielo. Pero no te preocupes. No
estarás en primera línea o de lo contrario jamás hubieses pisado estas cocinas.
En esta industria se valora más la imagen que el talento.
Aylin no podía creer lo que escuchaba.Ese tipo era un grosero.
—¿Sobrepeso dice? Mi índice de
masa según la OMS es normal –musitó perpleja.
Yussuf la miró de arriba hacia
abajo sin el menor decoro.
—Cariño. Esas medidas han quedado
caducas para esta industria. La moda dicta otras cantidades. Actualmente te
sobran varios kilos. Deberías hacer dieta para quitarte esas curvas tan
pronunciadas. No son elegantes.
—¿Dice que soy vulgar? –susurró
ella, incrédula ante la desfachatez de ese tipo.
—Querida. No te ofendo. Si te
digo todo esto es por tu bien. Ahora te moverás en un círculo muy selectivo. El
aspecto lo es todo. Por aquí pasan las estrellas más rutilantes del panorama
televisivo. Hay que estar a la altura. ¿Comprendes?
La ira de Aylin tomó forma y le
espetó:
—¿Y qué hay de la tuya? Calculando
por encima, diría que rondas los cien kilos o más. ¿Qué tienes que decir a eso?
El hizo un gesto desdeñoso.
—¡Oh! Es distinto. Soy
cincuentón, hombre y cocinero. Todo se me disculpa. Pero tú… Mira, nena. Tú
eres joven y mujer. Tienes que demostrar lo que vales. Aunque, con ese aspecto
poco agraciado, vestida al igual que una desarrapada y esos lentes pasados de
moda te será difícil. Por mucho que intentes arreglarlo, cualquier estilista lo
tendría complicado. Aunque, pensándolo bien, sería un gran reto que lo
animaría.
Aylin apartó el sentimiento de
depresión que estaba a punto de invadirla y lo miró ceñuda.
—El reto lo tendréis vosotros si
no comenzáis a cocinar. Hace diez minutos que tendríamos que ponernos a ello.
¿Puedes decirme dónde está el resto de empleados? –siseó.
—Deduzco que curioseando en el
plató. Hoy ha comenzado a trabajar Serdar Tilbe. ¡Ay, cielo! Es una leyenda
viva. Un actor colosal. ¿No te parece? Deberíamos ir nosotros también a echar
una ojeada. Al fin y al cabo, tampoco tenemos muchas elaboraciones complicadas.
Las haremos en un periquete. Todo tan sano que da asco. ¡Pero es lo que hay!
Aylin resopló.
—¿Pretendes que el primer día ya
me salte las condiciones laborales? Estoy aquí para que la alimentación esté
elaborada con minuciosidad; pues tengo entendido que hasta ahora la calidad no
era precisamente elogiable. De ahí que venga al rescate.
—¡Uy, niña! Me parece que te
tomas esto con demasiada responsabilidad. Si al fin y al cabo tenemos que
preparar ensaladas, caldos, carnes y pescados al horno. No hay ningún misterio.
Si has pensado que aquí podrás lucir tus dotes culinarias has errado. Cómo he
dicho, aquí impera lo saludable.
—La gente ha perdido la noción de
lo que es realmente saludable –protestó Aylin colocándose el delantal.
—Y de lo que alegra el estómago y
el alma, preciosa. Está claro que tú no lo ignoras. A la vista está –insistió
Yussuf.
Ella cogió un enorme cuchillo, lo
balanceó ante el cocinero y echó chispas por sus ojos del color de los
topacios, masculló:
—A partir de este momento para ti
soy tú superior. Por lo que te dirigirás a mí de usted y con la categoría de
chef, y responderás con un sí o un no, chef. ¿Te ha quedado este concepto
suficientemente claro, Yussuf? Porque si no es así, te aseguro que a pesar de
lo que piensas, me han contratado por mi excelente currículo y no por mí
apariencia. Confían tanto en mi habilidad que me han dado manga ancha para
organizar esta cocina. ¿Y sabes qué? ¿No? Pues también sobre los empleados. Yo
decido si os quedáis o no, y si vuelves a pasarte un pelo comentando algún
aspecto de mí físico o me faltas al respeto, juro que mañana no vuelves a pisar
este lugar. ¿Entendido?
Él tragó saliva. Subestimó a esa
muchachita diminuta. La gordita tenía arrestos.
—Sí, chef.
Ella sonrió satisfecha al ver su
cara grasienta tornarse blanquecina.
—Así me gusta. Serás educado y estarás
dispuesto a realizar la labor con la exigencia y perfección que exigiré, al
igual que tus compañeros. ¿Verdad, Yussuf?
—Sí, chef.
—¡Perfecto! Ahora ve a por los
otros y adviérteles lo que hay. O colaboran o a la calle. No podemos perder más
tiempo en explicaciones que deberían ser ya sabidas.
En cuando Yussuf salió a toda
prisa se miró en el espejo. ¿De verdad ofrecía un aspecto tan patético? La
verdad, nunca se molestó en fijarse demasiado en ello. El tiempo lo empleó en
estudiar lo máximo posible. Aunque, tal vez se esforzó en la inteligencia y sus
habilidades innatas al carecer de esa belleza que ahora se le requería a una
mujer. Lo consideró un trabajo absurdo porque jamás obtendría un resultado
distinto. Era cómo era y la opinión de los otros nunca le importó. Ni tampoco,
a pesar de la actitud humillante de Yussuf, le importaría ahora a pesar de
estar rodeada de mujeres deseadas por medio mundo. Su imagen, horrible según la
opinión del cocinero, no era espantosa. Era corriente al igual que el noventa y
nueve por ciento de las mujeres del mundo que mantenían el aspecto físico
natural y no modificado por el bisturí. No existía razón para deprimirse.
—Aylin deja de divagar con
estupideces y ponte a la faena. ¡Venga! –musitó.
Abrió la carpeta, extrajo el
folio del menú y comprobó que no faltara ningún ingrediente.
—Perfecto.
—Chef. Ya estamos todos –le
anunció Yussuf.
Aylin alzó la mirada. Bajo su mando
estarían seis empleados más. Dos mujeres de mediana edad, tres hombres ya
bastante maduros y un aprendiz recién salido de la escuela. Comprendió que le
sería dificultoso implantar un nuevo sistema de trabajo. No obstante, ella
mandaba y se haría según su criterio.
—Buenos días –los saludó.
—Bienvenida, chef –respondieron
sus subordinados.
Aylin vio en sus rostros la
desconfianza. No le extrañó. Gente de su edad debería estar bajo el mando una
joven que terminaba de cumplir los veintiuno. Debió parecerles vejatorio. De
todos modos, no se achantó. Se aclaró la garganta y dijo:
—Me llamo Aylin Durmaz.
Yussuf le presentó a sus
compañeros y la labor que realizaban.
—Me honra que cocineros tan
experimentados como vosotros vayan a trabajar bajo mis órdenes. Espero que lo
hagamos con el máximo rigor y también de cordialidad. Sabed que me gusta el
orden, la puntualidad, la pulcritud, pero en absoluto los conflictos. Por ello,
si doy una orden confío que será cumplida. No obstante, estoy abierta a las
sugerencias. Y dicho esto, pongámonos manos a la obra. Ya llevamos varios
minutos de retraso. ¿De acuerdo?
Dio las instrucciones y cada uno
se afanó en realizar la tarea designada.
2
Era la mujer ideal para cualquier
hombre que adorase la estética. Rostro perfecto, rubia natural, ojos verdes,
labios turgentes y un cuerpo escandaloso y cómo excepción, también aportaba un
toque de inteligencia.Sin embargo, en
cuanto se la presentó a *Müdür, sus ojos y movimiento corporal mostraron
discrepancia; tornándose ésta en desagrado al intentar ella acariciarlo
dedicándole uno de sus característicos gruñidos de enemistad.
Hakan, a los pocos días, cortó la
relación con la modelo más cotizada del momento. Al igual que su adorado perro
comprendió que no era la adecuada.
—Está visto que no tengo ojo para
las mujeres. Sin embargo, tú sí ves a la primera si me convienen o no. Pero hay
una duda que me corroe y es que no se si algún día darás tú aprobación a
alguna. Porque hasta el momento no te ha agradado ninguna de mis conquistas. Me
temo que todo es cuestión de celos. Quieres tenerme en exclusiva. Y eso, amigo
mío, no es posible. ¿Lo entiendes?
El perro ladró una vez para
negarlo.
—¡Vaya! ¿No? Pues, tendrás que
demostrarlo. Aunque, temo que será difícil. Yo también soy exigente en
cuestiones sentimentales. No me conformo con cualquier mujer. Tiene que ser
muy, muy especial. ¿No te parece?
Müdür volvió a ladrar.
Su dueño se levantó.
—Dejaremos esta conversación para
más tarde. Tengo que irme. Ya sabes cómo es mi hermana. La persona más puntual
de mundo. Si me paso tan sólo un minuto me aguardará una enorme bronca. Aunque,
hoy la tendré de todos modos cuándo vea que no llevo compañía.
*Jefe
No erró.
—¿Vienes solo? ¿Es qué ya
concluiste con la maravillosa Sabriye? Hermano. Ni una te dura más allá de unas
semanas. No sé qué buscas. Bueno, sí. Imagino que la perfección. Sin embargo,
por mucho que te empeñes no la hallarás. No existe. La usas como una mera
excusa para no comprometerte. Cielo. ¿Cuándo sentarás la cabeza?
—Ya sabes cuándo.
—¿Bromeas?
—En absoluto.
—¡Por Dios! Hiciste una promesa
absurda.
—Soy hombre de palabra.
—¿De qué promesa habláis?
–intervino Basir, el marido de Sema.
—Mi excéntrico hermano dijo que
jamás se casaría a no ser que su estimada mascota estuviese de acuerdo –le
aclaró ella.
—¿Y sigues manteniéndola, cuñado?
Por supuesto que no pensaba tal
idiotez. Pero decidió seguir la broma y dijo:
—Así es.
—¿Lo dices de verdad? Pues me da
la sensación de que nos tomas el pelo.
—No, amor. No se burla. Según él,
Müdür es capaz de distinguir que mujer es la ideal para ser su esposa –aseguró
Sema.
—¿Ah, pero piensas casarte?
–inquirió escéptico, Basir.
—Que disfrute de la vida en estos
momentos no significa que no desee formar mi propia familia. Y esa decisión no
se puede tomar a la ligera.
—Y esa responsabilidad recae en
un perro. ¡Increíble!
—Búrlate, querido. Pero te
aseguro que conozco a mí hermano y si ha tomado esa decisión, así será. Porque
según su teoría consideró, con el tiempo, que la promesa era una completa
memez. No obstante, se dio cuenta de que Müdür siempre acertó en descartar a sus
conquistas.
—Porque a pesar de su intención,
su subconsciente le dice que no quiere atarse a nadie y echa la culpa al pobre
perro. Por lo tanto, no culminará ese juramento y seguirá comportándose al
igual que un Don Juan –argumentó él.
—Pues, te equivocas por completo
–aseguró Hakan.
—Bien. Acepto estar equivocado.
Pero, ¿que ocurrirá con la elección? ¿Te casarás sea cuál sea la mujer?
¿Seguro?¿Has caído en ello?
Hakan se sirvió una copa de
ginebra, simuló recapacitar y la hizo rodar entre los dedos.
—Hombre, hay ciertos límites;
cómo es natural. Sielige a una anciana,
a alguien enfermo o a una cría, por supuesto que no.
—Lo que nos da un amplio abanico
de posibilidades. Alguien que abandonó recientemente la adolescencia, una
madurita, un adefesio… Imagina cualquier escenario. Por esa causa dudo que tal
cómo eres veamos realizar esta extravagancia.
Hakan juntó las cejas en un gesto
de enfado.
—¿Y cómo soy? ¿Qué dice el psicólogo?
Basir tomó un sobro de té y tras
dejar la taza, dijo:
—Puedo decir que eres
inteligente, perfeccionista, noble, responsable y exigente contigo mismo, al
igual que con los que te rodean; que no soportas la mediocridad, ni las
adulaciones, ni las mentiras. Tampoco la falta de estética. Te gusta rodearte
de belleza. Por otro lado, los demás ven en ti a un hombre frío, calculador y
ambicioso. Y se equivocan, porque ocultas tú verdadera naturaleza sensible y
generosa.
—¡Vaya por Dios! ¿Así que soy un
angelito? –se burló Hakan.
—Basir dice la verdad. Te conozco
muy bien y sé que bajo esa coraza dura e impenetrable late un corazón bondadoso,
sensible y lleno de amor. No obstante, te da miedo mostrar tú fragilidad
emocional; sobre todo por el ambiente en el que te mueves –reafirmó Sema.
—Ya no soy ese niño. He cambiado.
Sería más acertado decir que la vida ha sido el artífice. Esas sensiblerías han
quedado atrás o jamás habría llegadodonde estoy.
—Lo que tú digas. ¡En fin! Espero
que esta locura no se lleve a término o vaticino un desastre.
—¿Cómo qué no? Él hizo una
promesa y si tenemos en cuenta su personalidad, la cumplirá. ¿No es así,
cuñado?
Sema le lanzó una mirada
iracunda.
—Basir. ¿Has perdido la cordura?
—Querida, hay que abandonarla de
vez en cuando. Y al no ser yo, me divertirá ver cómo termina esto. Incluso
podemos apostar. ¿Qué te parece?
—Como terapeuta lo que deberías
hacer es convencerlo de que se olvide del asunto y no fomentar su memez. ¡Dejar
en manos de un can el futuro de uno! ¡Absurdo! –le recriminó Sema.
—Hermanita. Puedo asegurar, a
pesar de parecer paranoico, que ni una sola vez Müdür erró.
—¡Pero si nunca ha dejado que,
aparte de mamá ode mi se le acerque
otra mujer! –apuntilló ella.
—No mientas. Mi perro es cariñoso
y amable con todo el mundo. Aunque, en algo tenéis razón. Nunca permite que lo
toquen las mujeres con las que me relaciono sentimentalmente o desconocidas
jóvenes. Si les gruñe es por la simple razón de que ve en ellas algo extraño.
—En eso debo darle la razón. Se
ha estudiado a fondo que los animales, en especial los perros, pueden intuir cu
una persona no es lo que digamos agradable o cariñosa con ellos –apuntilló
Basir.
—No te lo rebatiré. Sin embargo,
dudo mucho que todos estos años Müdür haya dado con chicas antipáticas o con
sentimientos poco bondadosos. Para mí que tiene fobia a las chicas jóvenes. ¿No
os parece? –opinó Sema.
—Da igual lo que digáis.
Continuaré confiando en él. Y tú, Basir, asistirás a mi boda con la chica que
mi adorada mascota elija –dijo Hakan, siguiendo la broma.
—¡Ay, Dios! Sin duda has
enloquecido –exclamó Sema.
3
Aylin logró terminar a tiempo el
menú. Ahora solamente esperaba que los comensales expresaran su satisfacción. Más,
no podía aguardar a ello; por lo que en un acto de intrepidez salió de la
cocina y se acercó a la zona donde los especialistas, extras y actores de
reparto comían. Con tiento atisbó escondida tras una columna. Parecía que
ninguno le hacia ascos a los platos. Por el contrario, mostraban complacencia.
Orgullosa del trabajo realizado
regresó.
—Si espera que vengan a
felicitarla, va lista. Por el contrario, recibirá decenas de quejas y muchas
sin venir a cuento. La mayoría de esa gente tan estirada es así. Se creen
superiores a los mortales por el simple hecho de que son famosos –dijo Yussuf.
—No con mi comida. Has comprobado
que está deliciosa y en el comedor no han dejado ni las migas –aseguró Aylin.
Él encogió los labios.
—Bueno… Tampoco se pase, chef. No
son más que lechugas y pescados sin la menor sustancia; ya que apenas puedo
ejecutar un buen aliño sustancioso. Ya sabe, las malditas calorías –intervino
Evren, la encargada de las salsas.
—El mérito está en la calidad de
los productos –opinó Cemil, el responsable de las carnes.
—La cuestión es que más que
buenos cocineros necesitan gente hábil para preparar comida que un niño podría
ejecutar –dijo Asaf, guardando un trozo de merluza en el frigorífico.
—La ventaja es que con esta
alimentación tan sana la cocina apenas se ensucia y me ahorro unas buenas horas
de limpieza –dijo el joven Oka.
El positivismo de Aylin comenzó a
decaer ante tales comentarios.
—Y tú, Nesrin. ¿No tienes nada
qué opinar?
—¿Para qué? Ya ha visto lo que
hay. Aquí la alta cocina ni la huelen, cómo tampoco la vulgar y corriente que
toman los demás mortales. Si esperaba lucirse, ha errado de lugar.
La llegada de un tipo con unos
auriculares pegados a la cabeza los interrumpió.
—La señorita Leyla le retorna
este plato. Dice que hay demasiado aliño en la ensalada, al igual que en el
pescado. Vuelvan a cocinarlos cómo desea —dijo. Dejó la bandeja sobre la mesa y
se largó.
Aylin permaneció petrificada.
—¿Demasiado condimentados? ¡Por
Dios! Si es la comida más sosa que he hecho en la vida.
—Se lo dije, chef. Solamente nos
llegan las quejas. Y si no quiere recibir una amonestación en su primer día,
póngase manos a la obra ya –dijo Yussuf con evidente tono de satisfacción por
el fracaso de su fatua chef.
—Hazlo tú. Y que quede perfecto.
—Pero yo…
Ella le lanzó una mirada colérica.
—A la orden, chef.
Unos minutos después la comida
estaba lista.
—¿Dónde está esa caprichosa?
–quiso saber Aylin.
—En la caravana principal.
—Bien.
—¿Va a ir usted? –se sorprendió
Evren.
—Por supuesto. Quiero que me diga
a la cara la razón de su desagrado.
—Pues, suerte; porque no sabe lo
que hace. Tengo entendido que hoy se ha levantado de un humor de perros. Verá su
nombre estampado en la puerta de la rulot –le deseó Cemil.
Aylin ya lo presenció en persona.
No obstante, se encaminó hacia la caravana de la gran protagonista de la serie
que causaba furor en todo el país. Por supuesto, conocía este dato por su
madre, ya que ella no tenía tiempo para perder ante el televisor con esas historias
absurdas y fantasiosas tan ajenas a la vida real. Su tiempo ante la pantalla lo
dedicaba a los programas culinarios o culturales. A pesar de ello, nadie podía
escapar de ver a los famosos puesto que aparecían en todas partes, incluso en
los informativos cuando eran noticia por algo importante o escandaloso. Así que,
Leyla no la sorprendería.
Inspiró hondo y golpeó con el
nudillo la puerta.
—¡Adelante!
Abrió. Subió los escalones y
entró.
La actriz se hallaba ante el
espejo retocándose el cabello. Era tan hermosa cómo se veía en las revistas. No
le extrañaba que fuera una de las mujeres más envidiadas. Cualquiera daría
media vida por poseer su belleza. Ella no. Por lo menos esa; porque adoraba lo
natural y en su rostro apenas quedaba nada. Botox, silicona, un sinfín de
retoques y exceso de maquillaje. No quiso ni imaginar que haría al cumplir los
cuarenta.
—Deja la bandeja ahí y vete –le
ordenó la actriz sin siquiera mirarla.
—Preferiría quedarme para ver si
ahora la comida está a su gusto –dijo Aylin.
La gran estrella alzó el rostro y
la miró con expresión enojada.
—¿Alguien cómo tú me va a decir
cuándo debo o no comer? ¡Inaudito!
—En absoluto quiero intervenir en
sus decisiones. Sin embargo, en una hora termina mi horario de trabajo y si
tengo que repetir el menú, pues…
Leyla alzó la mano para
interrumpirla.
—Me importa bien poco si tienes
que trabajar más o no. Lo único primordial es que yo esté bien atendida. Y si
te causa algún problema mis exigencias, puedes buscar empleo en otra parte. Por
lo tanto, lárgate y si necesito algo más te lo haré saber.
Aylin permaneció quieta e intentó
amarrar la furia que se desató en sus entrañas.No podía estallar o su carrera que acaba de comenzar terminaría esa
misma mañana.
—¡¿Qué haces ahí parada?¡ ¡Largo!
–explotó Leyla. Cogió la bandeja y mirándola con asco, añadió: Espera. Llévate
esto y olvida el pedido. En unos minutos ruedo y no quiero que el aliento me
huela a pescado. Hoy tenemos una escena que es casi un beso. Mejor trae unas
manzanas. ¡Y qué sea rapidito! ¿Entendido? ¡Vete ya! ¡Venga!
Aylin reprimió las ganas de
arrearle un sopapo y salió sin poder evitar escuchar las quejas de esa arrogante.
—¡Por Dios! Que mujer tan torpe,
de aspecto tan desagradable y poco agraciada. No tiene la menor idea de vestir
cómo es debido. ¡Y esos pelos! ¿De dónde la han sacado? ¡Uf! Ha conseguido
desquiciarme. Leyla. Debes serenarte o por su culpa el rodaje no saldrá bien.
Aylin apretó los dientes. Bajó,
cerró, se dio la vuelta y se topó con una enorme masa humana.
—¡Mierda! ¡Por Dios! ¡Menuda
patosa! ¿Por qué no mira por dónde va? ¡Mire lo que ha hecho! ¡Me ha manchado
por completo la americana! ¡Qué asco!
Ella observó al tipo que la
miraba enfurecido. La comida se había estampado en su traje. Un traje que debía
costar miles de liras. Más, no se amilanó. No fue su culpa. Y así se lo hizo
saber.
—¿Yo? Es usted quien no lo hacia
porque se encontraba enfrascado en la pantalla del teléfono. A partir de ahora
sea más responsable y fíjese en su alrededor cuando camina, y evitará estos
accidentes. Así que, no me eche la culpa ni espere que pague la factura de la
tintorería –dijo Aylin retándole con la mirada.
—¿Qué no soy responsable? –siseó
él.
—Eso mismo. Va por ahí
comportándose al igual que un adolescente enfrascado en el móvil. ¡Que ya es
mayorcito, hombre!
—Y usted se supone una
profesional del servicio y ya ve lo que ha hecho. Si ha ocurrido esto es por su
culpa.
Aylin resopló.
—No me venga con tácticas
desmoralizantes. Usted es el único causante del desastre. Así que, por mucho
que intente encasquetármelo no pagaré la tintorería. Olvídese de ello.
No solía alterarse. Era conocido
por su templanza y aguante para no perder los estribos. Siempre antepuso la
educación y respeto. Pese a lo cual, aquella chica logró romper su paciencia y
su prudencia.
—¿Tintorería? ¡Ilusa! ¡Esto ya no
tiene arreglo! Pero que sabrá una mujer cómo usted –exclamó, observándola sin
la menor vergüenza. Aquella muchacha aparte de insolente, era un desastre.
Cabello revuelto, nada atractiva, miope y encima con unos kilos de más. La
mujer menos deseable del mundo.
—¿Una mujer cómo yo? –inquirió
ella indignada.
—Sí. Alguien que no tiene el
menor concepto de lo que es elegancia, ni reconoce lo que es calidad. Esto es
lino inglés. Estos lamparones ya son permanentes. Me ha hecho perder un dineral
y el tiempo, pues tendré que volver a casa para cambiarme. Debo acudir a una
cita muy importante. Pero que le voy a explicar. ¡Usted es una ignorante de los
negocios!
—¿Me puede decir en qué basa esa rotunda
opinión sobre mí? –siseó Aylin.
Él la miró con menosprecio.
—Por el uniforme que lleva es
evidente a que se dedica.
—A lo mejor, a diferencia de
usted, trabajo en lo que realmente me gusta.
—¿Cómo lavar platoso camarera?
—¿Usted no ha escuchado el refrán
que dice que el hábito no hace al monje?
—Puedo intuir que bajo la bata,
su ropa es de mercadillo. Barata y de mala confección. ¿Me equivoco? ¿A qué no?
¡Ah, ah! Por su expresión he dado en el clavo –dijo él, jactándose.
Ella, indignada, lo apuntó con el
dedo.
—La ropa hace la función de
cubrir nuestra desnudez o preservarnos del frío. No es necesario emplear una
fortuna. Lo considero inmoral cuándo hay tanta penuria en el mundo. Pero claro,
usted es de esos que ignoranlas
necesidades vitales de los demás para satisfacer las suyas. El típico ricachón
egoísta que desprecia a los que están debajo de él.
—Ya veo. Es usted una de esas que
cuestiona la moralidad de los demás sin tener la menor idea de cómo piensan o
actúan.
—No me venga con actitudes de
ofensa. Usted lo ha hecho sobre mí de la misma manera.
Él dejó escapar aire con gesto
cansino.
—Mire. Soy un hombre muy ocupado.
No tengo tiempo para discusiones absurdas que no conducen a ningún fin
provechoso. Apártese, por favor.
Aylin se alteró.
—¿Absurdas? ¡Ah! ¡Me ha acusado
de algo que no he hecho y encima me ha insultado! Ocupado, dice. ¡Lo que es usted
es un engreído maleducado! ¡Y además es usted un… un miserable!
Él también perdió los estribos.
—Y usted una… una… mujer
espantosa y fea. ¡Un adefesio que encima tiene un carácter insoportable!
—¡¿Qué?¡ ¿Qué ha dicho? –jadeó Aylin.
Él, en el mismo momento de lanzar
esos insultos tan terribles, se arrepintió. Jamás se trastornó hasta ese
extremo tan cruel. No comprendía que le pasaba. Nunca ofendió a nadie. La
educación recibida por sus padres fue estricta en esa cuestión. El respeto
hacia los demás era sagrado. Sin embargo, no era momento de deducir, eramomento de disculparse.
Antes de que pudiese hacerlo, la
puerta de la roulotte se abrió.
—Hakan, cariño. ¿Qué pasa? ¿Qué
son estos gritos? ¡Vaya! Ésta de nuevo. ¿Te
molesta cielo? Tú. ¿Es qué no has entendido que te he dicho que te largaras?
¡Uf! ¡Que pesada, por el amor de Dios! ¿Sabes qué ha osado decirme lo que debía
hacer? Es una mal educada y una impertinente.
Él le lanzó una mirada gélida a
Aylin.
—Así parece. Tranquila, Leyla. Ya
se va. ¿No es así, señorita?
Cómo única respuesta, ella tiró
con brusquedad la bandeja en el contenedor. Dio media vuelta, alzó la barbilla y
se largó.